
Una niña sentada en el cerro piensa en el mundo. Mirando desde lo alto, los campos se pierden en las montañas llenas de árboles que, a veces sobre ellas hay cúmulos gigantes de nubes y ella no había podido verlos. Pero ahora todo esta más claro y si uno se fija bien se ven como un barco que navega en el cielo, bien lento, hacia algún lado, a cualquiera, lleno de fantasmas y espíritus del bosque o del desierto que sonríen y juegan adentro. El viento se los lleva y tranquilamente sus risas se van olvidando en la tarde, pero la tarde sigue y se queda muda y amable. El sol se esconde entre las nubes a ratos y vuelve a salir y su luz es tibia pero no mucho.
Mientras la niña mira el cielo en el cerro siente que algo malo está a punto de ocurrir y ocurrirá pronto, y piensa en lo triste que son los días de fin de verano.
La tarde se fue volviendo cada vez más misteriosa y secreta y sin embargo ella no se mueve y suenan los árboles con el viento.
Abajo en la casa su abuela lee; es muy vieja así que nunca sale a esta hora, cuando
el árbol la está esperando. Ella se acerca a él con respeto y una leve sonrisa, pero volviéndose seria, sin esperanzas de que él la escuche, dice
“ya se han ido los cúmulos, árbol, y no volverán dentro de meses”.
Suena un tren a lo lejos que va lentamente en dirección a las montañas, silbando una canción triste hecha de metales y cuerdas viejas. Ella gira en dirección al horizonte ya rojo y piensa que debe subirse en él.
Detrás de ella en silencio el árbol la mira e intenta acariciarla con sus ramas pero no puede y nunca lo hará.
Después ella se sube en el tren; la esta esperando. Es largo y negro, como una serpiente deslizándose entre los cerros, subiendo tan alto que lo campos se ven interminables y verdes.
Adentro, un anciano que esta sentado mira como los ciervos corren y juegan bajo el crepúsculo. Ella se sienta frente a él mirándolo. Tiene barba larga y blanca, y sus ojos tan negros como el agua de noche. Viste un traje negro también, que parece ser antiguo y desgastado. A pesar de ser un anciano indefenso ella se asusta un poco. Él, sin mover su cabeza de la ventana, le dice que mire hacia fuera.
- Las flores han estado preocupadas – dice él – y tu también.
- Si, hay algo que falta en los bosques, algo malo viene
- Y es verdad – responde él – alguien lo ha hecho enfurecer
- No entiendo. ¿A quién?
- A ese lugar
- No entiendo señor ¿a que lugar se refiere?
- Esta muy cerca, en la estación cinco, la próxima. Debes hacer que calme o nuestro amigo árbol va a morir.
- ¿Nuestro amigo árbol?
- El siempre habla de ti. Yo solo había podido verte desde lejos, hablándole. – el anciano sonríe extrañamente, como si algo se escondiese detrás de esos ojos negros - Pero ahora el esta en problemas ¿Puedes ayudarlo? Yo no puedo ir a ese lugar, porque soy muy anciano y no podría ver de nuevo las cosas que vi la primera vez que fui. Pero tu eres joven, tu debes ir.
- ¿Y usted a donde irá?
- Yo vivo más arriba, cerca de un lago. Ahí está mi cabaña que es un lugar agradable para la gente como yo. ¡Mira! Hemos llegado a la estación cinco, debes ayudarme, por favor. Ya sabrás que hacer. Ahora baja, rápido, rápido.
La estación cinco es vieja y solitaria porque no hay nada más que un farol y una silla rota. Detrás de un seto comienza un sendero de tierra y ella lo sigue.
Ya es de noche y el silencio bucólico la estremece. A lo lejos no se ve ningún árbol en la pequeñas colinas. El viento estridente hace bailar al césped, cada vez más fuerte, cada vez más aterrador.
De pronto, cientos de flores rojas aparecen de la nada en las colinas. Solo la luz de las estrellas las iluminan con fuerza, y la tierra gira.
Ellas hacen un ruido tan frío, moviéndose de izquierda a derecha intentando espantar a la niña, como guardianas de rojo, enfurecidas, y el viento más fuerte sopla como si fuera a llevársela volando.
- ¡Vengo a ayudarles! – grita la niña, su voz se pierde – ¡vengo a ayudarlos a todos ustedes!
Pero la intensidad no baja. Y ahora vienen tres personas caminando a lo lejos, pisando las flores en la oscuridad.
- ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué esta pasando aquí? Ayúdenme por favor.
- Lo sentimos – dice uno de ellos – pero no podemos hacer nada
Son tres hombres aunque sus caras no se ven claramente. Uno de cabello oscuro se acerca a la niña mirándola con cara triste.
- Nos hemos quedado aquí durante mucho tiempo, este lugar no nos ha dejado salir. Pero tu puedes unirte a nosotros. Sí, puedes quedarte aquí. Estamos tan solos... – su voz es un lamento
- No señor, yo puedo ayudarle a salir, tan solo hay que calmar al lugar. Ustedes deben ayudarme.
Pero ellos se empiezan a reír suavemente.
- No queremos irnos. Somos felices aquí, y tu lo serás también, ya verás.
Los tres hombres se lanzan sobre ella para detenerla sujetándola fuertemente. Ella grita asustada pero no hay más que viento y risas y flores enojadas. Uno de ellos la golpea con un tronco en la cabeza, las flores se asustan y la niña cae lentamente al suelo. Puede ver como las estrellas se van haciendo cada vez más borrosas hasta apagarse.
Y ahora no hay más que viento y silencio. Los hombres la cargaron hasta el estero de las luciérnagas justo donde este se interna en el bosque.
- Quizás deberíamos dejarla ir. Aun es muy joven para nosotros, tal vez solo anda perdida – dice uno
- No, ya la escuchaste. Quiere que nos vallamos de aquí. Debemos lanzarla al estero. Así no podrá salir jamás de el y podremos quedarnos. – dice el de cabello negro.
Mientras tanto, ella escucha en el suelo, de espalda a los hombres. Piensa que la tierra es tan grande y hace frío. Las flores siguen en el páramo con el viento. La más cercana se inclina hacia la niña, insistiendo, quiere decirle algo. Ella entiende y la corta, girando hacia los hombres que están mirando el agua.
Cada vez más cerca de este, con la flor quieta en su mano la niña avanza. Y cuando la distancia es casi nimia la deja caer en su espalda. Y el la maldice mientras gira en torno suyo para quitarse la flor. Dice que duele.
Uno de los hombre intenta ayudarlo quitándole la flor pero el tercero los empuja al agua. Y cuando sus voces ya no se escuchan, comienza a llorar, sentado frente al estero.
-Ya no quiero vivir aquí – dice – ahora seré más libre
-Usted podría volver conmigo señor. Vivo tan solo a unos kilómetros del pueblo.
- ¿Un pueblo? Aquí no hay ningún pueblo – pero se queda pensando, con sus ojos hacia la izquierda, y dice entristecido – bueno, tal vez eso fue antes. Deje demasiadas cosas allá en el sur, ahora debo volver con ellas.
Y se dejó caer lentamente en el agua sin decir ninguna palabra más. “Adiós señor” pensó la niña y lentamente el viento se fue yendo. Las flores se atenuaron también y todo el prado quedó se tranquilo escuchando a los grillos.
En algunas partes hay lugares en donde se concentra la felicidad. Casi siempre son muy amables y bonitos pero nadie puede vivir en ellos. Ese es el trato de la tierra. Pero cuando las personas tristes llegan a ellos por casualidad ya nunca más vuelven a salir, porque de alguna manera, lentamente sus sueños van apareciendo en las colinas olvidadas hasta absorber toda la energía alegre y los bosques y los días se van muriendo. Es por estos hombres que el lugar estaba enojado, y durante cientos de años nadie puedo darse cuenta.
La vuelta a su casa es larga y oscura. Caminó sobre el campo abierto por horas, pero mientras más avanzaba la noche los bosques se iban llenando de risas amigables.
Ahora ya esta amaneciendo y ella entra a su casa. Arriba en el cerro, el anciano la observa de pie con ternura. “Ahora estamos a salvo” se dice, mientras sus pies se convierten lentamente en raíces, y sus brazos en ramas.